teatro
Chayka y cómo acosar a Chéjov | Por Javiera Miranda Riquelme


17/07/2025

La Compañía Labrusca monta un trabajo escénico que tensiona el legado de La gaviota desde procedimientos ligados al ensayo, la duplicación y la crisis de la identidad actoral.

Por Javiera Miranda Riquelme
@javieramirandariq

Dramaturgia y dirección: Valentino Grizutti. Actúan: Juan Cottet, Miranda Di Lorenzo, Patricio Penna, Violeta Postolski. Diseño de vestuario y espacio: Paola Delgado. Diseño sonoro y música original: Juan Cottet. Diseño De Iluminación: Ricardo Sica. Producción: Miranda Di Lorenzo, Valentino Grizutti. Sala: Arthaus Central (Mitre 434, CABA).

“La pobre Vera estuvo completamente descompuesta. Empezó a recitar, y en ese mismo instante el público se puso a reír. Risotadas, comentarios, silbidos. Estaba pálida, temblaba, y al salir de escena se desmayó en mis brazos. Yo no sabía dónde esconderme”. Con estas palabras, Antón Chéjov le escribía a Suvorin tras el fracaso del estreno de La gaviota en San Petersburgo, en 1896. Vera Komissarzhevskaya, una de las actrices más importantes del momento, fue abucheada por una platea acostumbrada a una forma de actuación declamatoria y con la que Chéjov rompía para proponer una otra relación entre la estructura palabra-cuerpo-escena.

La obra Chayka de Compañía Labrusca, se inscribe en ese momento fundacional del teatro moderno sin afán ilustrativo, sino para habitarlo desde ciertos pliegues, contradicciones y fracasos. Bajo la dinámica de una pesadilla colectiva, Chayka avanza entre niveles de ficción que no están jerarquizados y donde los actores que iban a protagonizar el montaje original de La gaviota y los cuerpos de actores argentinos que sospechamos ser de Labrusca, se confunden o, quizá, se mueven entre los intersticios de sentidos que los estructuran. No se trata de niveles que remiten a una realidad externa (como un texto que se interpreta), sino de un espesor de materialidades que se afectan entre sí: la palabra, la voz, el error, las repeticiones, los abucheo y, admitamos, cierta afición de la compañía por jugar con los parecidos físicos que tienen los actores entre sí y las posibilidades de jugar a los dobles bergmanianos.

De alguna forma algunas de las obsesiones de Labrusca toman una dimensión especialmente lograda en Chayka. La vieja pero abandonada costumbre de hacer de la forma un contenido. El sueño, la duplicidad, la identidad como artificio y la metateatralidad aparecen acá sin cita ni guiño. Son condiciones materiales del montaje. Dos actores de fisonomía similar. Dos actrices rubias, de rulos, ojos claros. Una escena que se repite. Una actriz que tose. Un actor que repite en voz baja un texto que no sabe si está actuando o recordando. El plano del ensayo y el del montaje final son intercambiables, lo que no elimina el conflicto, sino que lo expone como un procedimiento. El drama subjetivo que se infiltra y revela como conflicto objetivo.

Las actuaciones están exasperantemente bien ejecutadas y coreografeadas: una Violeta Postolski insolente y perturbada, una Miranda Di Lorenzo vulnerable y sofisticada, un Juan Cottet insoportablemente ahogado y superyoico, y un Patricio Penna de una agilidad dramática-cómica velocísima.

El trabajo de residencia que dio origen a Chayka en Arthaus parte de las propias indicaciones de Chéjov para el montaje de La gaviota. Estas pueden reconstruirse a partir de sus cartas y notas: evitar el estilo declamatorio, actuar el subtexto, no mostrar los clímax, representar la vida cotidiana sin teatralizarla (como le escribe a Gorki, 1900), y evitar el mensaje moral o ideológico. Lo que hace Labrusca no es aplicar una receta, sino que toma estas indicaciones como un motor compositivo. La escena en la que Vera interpreta a Nina mientras el público ficcional de la obra se burla, tose, carraspea y abuchea, funciona como vértice: el tiempo de 1896 se pliega sobre el presente escénico sin establecer una referencia histórica, sino una tensión contagiable –habría que preguntarse, por cierto, si algo de sugestión no hubo el día del estreno en Arthaus cuando dos personas de público, de la primera y la tercera fila, tuvieron que salir de la sala por unas crisis de tos, y podríamos divagar sobre la probabilidad freudiana de que algo de lo pesadillesco y de lo traumático del fracaso propio en el otro crispe la garganta y el habla.

La obra dirigida por Grizutti no reinterpreta ni reversiona La gaviota. Por supuesto que sería ocioso traficar aquí una disquisición sobre las obsesiones de otros espacios escénicos de Buenos Aires (más cercanos al goce que al deseo) de querer reversionar y montar ‘las verdaderas historias’ detrás de clásicos del teatro con un par de ocurrencias ornamentales con la coartada del homenaje o la vigencia de los mensajes de fondo. Pero la decisión de no reproducirla gozosamente y en lugar de ello bordearla y acosarla de forma calculada sin banalizarla ni sacrilizarla es el acierto de Chayka.

No hay una identidad a la que llegar, no hay una verdad que descubrir. Hay, apenas, cuerpos en escena que no pueden distinguir si están actuando, ensayando o recordando un sueño ajeno. El mundo onírico como escenario de ensayo identitario de la vigilia –es decir y para ser honestos, la ficcionalidad. Asuntos que le interesan a Labrusca pero que no repiten como formulas. Chayka es un ejercicio que pone en crisis a La gaviota y, en un acto de hostigamiento poético, la vuelve de manera paradójica profundamente fiel a Chéjov.



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