
De Matías Mott
@themototos
Las llamas están por todas partes, rojo sobre amarillo sobre azul sobre mas rojo, las sentimos en las piernas, los brazos, el pecho, la mente, las sentimos pasar de largo por todo el tabique y bajando por las fosas, cómo se taponean con la amargura que poco a poco cae en nuestra perdición, cómo se mezcla con nuestra saliva y repiquetea por la garganta hasta desaparecer en el sistema, la sentimos en los párpados que ya no pueden cerrarse por la cantidad asquerosa de keta que tenemos en sangre. Su voz tan melódica desaparece y nosotros no podemos ni siquiera abrir la puerta del auto. El tachero nos hace señas, creo que nos está pidiendo que bajemos, pero no podemos movernos, nuestros cuerpos se rebelaron. Miro a mi amigo, lo único que hace es respirar, sus ojos apuntan adelante pero estoy seguro que no está mirando. La voz del tachero iba ocupando cada vez más espacio en el taxi, ya tapaba la música, los músculos todavía no reaccionan, esperan que aquella voz dé la orden.
Y la orden no llega.
El tachero se bajó del auto en dos movimientos, hizo falta uno solo para dejarnos a ambos tirados sobre la vereda. Cuando pude levantar la cabeza, el taxi ya estaba doblando por Entre Ríos. Intenté levantarme pero mis piernas se habían enamorado del agua estancada que vivía junto al cordón de la vereda. Veo címo mi amigo pelea mano a mano con la gravedad, no puede despegar la cabeza del piso.
Es temprano en la mañana pero la gente ya estaba saliendo a trabajar, nos esquivan, resoplan, nos esquivan, aprietan sus mochilas, nos esquivan, graban con sus celulares.
Existimos, lo sé, estoy seguro.
No se moverían si no estuviéramos acá, pero no nos dicen nada, no caen palabras sobre nosotros. En la vereda de enfrente hay un croto que vive ahí desde hace 10 años, por él ya ni siquiera se mueven, no resoplan ni aprietan sus mochilas, ya no hay lugar para su dolor, perdió toda existencia y su ahora. Nosotros, en cambio, todavía podemos respirar y nos lo hacen saber.
La lástima del portero nos vio y esperó con la puerta abierta. Ni bien pasamos, nos dejó en claro que usemos el ascensor, lo único que tenemos en nuestra mente es la escalera. La quietud que ronda por los pisos y nos deja respirar, el silencio que nos inunda con cada puerta que se cierra, los escalones que sirven de almohada entre piso y piso. Como bien es sabido entre todos, lo único malo de la keta es que, pasado un rato, el cuerpo sigue en su estado de condena, no importa lo mucho que le ordenemos o las lágrimas que caigan, ni siquiera lo mucho que los músculos recuerden, hacen lo que pueden.
Llegar al primer piso fue sencillo. Ni bien puse un pie en el cuarto escalón pude sentir como una bomba de saliva agria bajaba por mi garganta, un milagro caído desde mi nariz. Me dieron ganas de vomitar, pero eso es solamente un pequeño efecto secundario de la fuerza mayor, el toque necesario para poder sobrevivir un piso más. Mi amigo pasó por lo mismo que yo, algunas veces me pregunto si llegará el día en que nos quedemos sin reservas y tengamos que subir estos pisos a consciencia. Por momentos me pregunto si no estoy hablando con mi amigo o es que las palabras se escapan
y son incapaces de llegarme,
veo
como su boca se mueve
junto a sus manos, veo
como mis labios y pómulos
contorsionan, no siento que algo esté saliendo.
Mientras se mueven apoyo una mano
sobre mi garganta. Vibra.
Hago lo mismo con mi amigo, le pido a mis labios que pronuncien la palabra
“hablá”
su boca se mueve,
su garganta vibra,
no lo puedo escuchar.
Otro efecto secundario de la keta, este tampoco es importante, muchas veces el cerebro está encapsulado en las palabras que piensa y no puede procesar todo lo que viene de afuera, por esto escuchamos la música alta.
En el segundo piso nos cruzamos con una de las vecinas, estaba apoyada sobre el marco de la puerta, no se podía ver nada dentro del departamento, todo negro, oscuridad buscada. La mujer agarraba de la mano a su hijo, este no tendría más de cinco años, la manera en que apretaba su mano me resultaba familiar, la oscuridad de fondo también, parecía el bosque al que mis padres me llevaban de chico, a mí y a mis hermanos. La negrura que se perdía en sí misma y entre las ramas de los árboles, las estrellas que tímidamente escapaban y se dejaban ver, o al menos un rastro de ellas, los animales que rodeaban el fuego avivado por mi padre y los animales que habitaban nuestras sombras. Todos los años pasábamos dos semanas internados en el monte, alejados de todo rastro de civilización, tan alejados que incluso el lenguaje se distanciaba de nosotros y descansaba por unos días en el pueblo.
En mi décimo cumpleaños fuimos a pasar unos días, esa fue la última vez que vi a mis padres; según me contó mi hermano años más tarde, me dejaron en el bosque como una especie de sacrificio a un dios menor que les prometió cuanta mentira necesitaron. La realidad es que la droga les había quemado todo ápice de humanidad, incapaces de pensar por sí mismos dejaron que su nariz tomara todas las decisiones, incluida la de abandonar a su hijo. Nunca les tuve rencor, al menos mi corazón, mi cuerpo pareciera que sí pero por ahora está a gusto siguiendo sus pasos. La mujer nos vio y se encerró en su casa, dejó a su hijo fuera, un nuevo esclavo de las llamas. Definitivamente me recuerda a mi madre.
Cada piso tiene diez departamentos, hay un largo pasillo y cuatro departamentos en cada lado del pasillo, uno en una punta pegado a los otros ocho y otro alejado junto a las escaleras. Estamos yendo a lo de mi amigo, vive en el tercer piso, en el departamento junto a la escalera, alejados de todos, gracias a eso podemos pasar el día entero escuchando música al tope, ninguno de los vecinos quiere caminar tanto para pedirnos que lo bajemos, preferible convivir con eso que recorrer ese desierto de maldades. Aunque no recuerdo haber visto a ningún vecino en su piso, puede que seamos las únicas personas en este lugar.
Ni bien apoyo mi pie en el nuevo escalón mis párpados se cierran, mi garganta se dobla y mis rodillas piden un descanso, caigo de frente. Mi cabeza no se golpeó pero igual siento cómo las llamas atacan cada una de mis neuronas, mis ojos recorren toda su cuenca buscando un lugar donde la calma llegue a mi cerebro y se tranquilice. Veo a mi alrededor, mi amigo sigue en la escalera, está agazapado junto a la baranda, lucha con todas sus fuerzas por mantenerse en pie, veo como un hilo de sangre cae por su nariz y empapa su boca, cómo pasa la lengua por los labios y mancha cada uno de sus dientes con un rojo atroz. Levanta la mirada y me sonríe, me cuesta ver a mi amigo, mas que nada por las llamas que lo queman.
Pie escalón, veo como se acerca, pie escalón, su cara parece más joven, pie escalón, las llamas parecen estar abrazadas a sus piernas, pie escalón, llega a mi lado y me ayuda a levantar. Las llamas están sobre mi, ya no las siento dentro, puedo verlas y tocarlas y vivirlas y sacarlas, pero prefiero que me acompañen hasta el final, que me vean caer una vez más al abismo, que intenten abrazarme en la caída, que me suelten y me vuelvan a agarrar, que quemen mis manos mis pies mis ojos, que borren mi sonrisa y mis cejas, que aplaquen todo rastro del exterior que no me dejen hacer otra cosa más que respirar, que me sofoquen y vivan dentro de mi garganta, que tapen mis fosas nasales y arranquen cada pelo de mi cabeza, que me miren y se decepcionen, que ya no me quieran mirar, que ni siquiera les interese quemarme, que no estén.
La persona que está a mi lado me sonríe, no lo reconozco pero saca las llaves y abre. Dentro no hay mucho, ni espacio ni objetos, una ventana con la persiana baja, una mesa repleta de botellas y drogas, un sillón individual, una cocina blanca tapada por la mugre y las cucarachas, un colchón con la goma espuma explotada, una toalla de almohada y muchos libros tirados por todas partes. Siempre que entro a este lugar confundo las maderas del piso con las hojas arrancadas, los inventos se apoderan de esta caja y ya queda poco espacio para la realidad.
Me siento en el sillón, el cansancio me libera de la prisión en la que convivo, un nuevo día para vivir. La vista se me oscurece, todo se vuelve negro, mis párpados están abiertos pero no logro ver nada, tal vez respirar sea esto, un gran vacío negro que nos toca habitar. Escucho los pasos de mi amigo y cómo acerca su mano.
-Tomá un poco, vas a poder mirar -me dice mientras pone una cucharita bajo mi nariz. La aspiro con todas mis fuerzas, la obligo a pasar de largo y que siga su trayectoria por la garganta hasta llegar a mi torrente sanguíneo, pero otra vez vendí el control.
Vuelvo a respirar. Las llamas están por todas partes, rojo sobre amarillo sobre azul sobre más rojo, las sentimos en las piernas, los brazos, el pecho, la mente, las sentimos pasar de largo por todo el tabique y bajando por las fosas, cómo se taponean con la amargura que poco a poco cae en nuestra perdición, cómo se mezcla con nuestra saliva y repiquetea por la garganta hasta desaparecer en el sistema, la sentimos en los párpados que ya no pueden cerrarse por la cantidad asquerosa de keta que tenemos en sangre. Vuelvo a vivir una vez más, me pregunto cuántas veces volveré a sentir esta tranquilidad.
Sobre el Escritor
Matias Mott nació en Lomas del Mirador durante 1995. Estudió Artes Audiovisuales en la UNA. De vez en cuando se anota en materias de Artes de la Escritura.