22/08/2025
La obra de Diana Szeinblum que indaga en el contacto fundante de los lazos familiares y lo transforma en una ficción poética en escena
POR CLAUDIA GROESMAN
@claudiagroesman
Idea y dirección: Diana Szeinblum. Intérpretes: Rodolfo Opazo, Quío Garat Opazo, Vera Garat, Rafael Nir, Lorenzo Nir, Diana Szeinblum, Lucas Condro, Susana Laurnagaray, Natalia Tencer, Luis Tencer. Diseño sonoro y música en vivo: Macarena Aguilar Tau ( MAQ). Diseño de luces: Adrián Grimozzi. Fotografía: Jazmín Tesone. Colaboración artística: Eugenia Estévez. Asistencia de dirección: Damiana Poggi. Producción: Paraíso Club.
En “Mi contundente situación” de Diana Szeinblum, revivimos esa actividad desprovista de habla, origen y sostén de lo que nos mueve y del movimiento. Se trata de una actividad en la que claudican los roles fijos. La coreografía diseña el ruedo para que los cuerpos atraviesen el espacio que solo puede crearse entre ambos, en donde las distancias están magnetizadas, en donde no se consuma una forma única de encuentro sino que hay contagio y reverberación, trayectorias que ponen a prueba las sutiles conexiones, y que al materializarse encienden una experiencia tan vívida como olvidada, para recobrarla en la escena. Lo contundente de las relaciones entre padre-hija, madre-hijo, hermanos, parece expresarse en una secuencia de signos que tejen metonímicamente estados, gestos, sensaciones furtivas pero inolvidables que nos delimitan y a la vez nos exceden.
Si bien en la danza contemporánea la tradición del contacto como génesis de la danza ha dejado una huella perenne, la obra nos restituye el asombro al poner el lente en los vínculos primeros, en su misterio, en ese hilo de unión que como el mito de Ariadna continuamos desovillando, imperceptiblemente, para guiarnos en el laberinto.
En el inicio de cada dúo, es el “yo” el que presenta quien lo enuncia, quien lo hace ser
en su situación (“mi mamá y yo”, “mi hija y yo”, etc) no como dador de identidad, sino de algo muy anterior, nodal, resbaladizo e incierto. De manera que lo que vemos no se interesa en reconstruir nada de índole autobiográfica, sino en generar una ficción que poetice lo real.

“En el principio, era la escucha” diría Quío, la hija de Rodolfo y Vera. La bebé juega con su papá, se deja hacer: trepar, subir, bajar, atravesar, llevar, entrar, salir. Quío posee lo que en un momento Steve Paxton dio en llamar atención periférica, que es el reencuentro con un estado de atención donde el cuerpo está íntegramente presente en su laboratorio de sensaciones, donde sentir y ser sentido generan una frecuencia táctil. Sin titubeos ese cuerpito- canal comunica el gusto, el deseo, la necesidad. Abre las puertas de una búsqueda cercana a la telepatía en el que el silencio expande el sonido de la alegría, la sucesión se vuelve ritmo, mirar es captar y avanzar una conquista. Rodolfo propone, interpreta sus respuestas, ecualiza la frecuencia, junto a Vera, que acompaña. Los tres instalan una zona de atención irisada donde todo podría recomenzar.
Con los hermanos–Rafael y Lorenzo– aparecen gestualidades, modos de irrumpir en el cuerpo del otro y de repercusión en el propio. Hay entre ellos una historia corporal que se traduce en un circuito mimético de gestos y acciones, convirtiéndose en imanes de un juego especular que diversifica sus efectos. La movilización energética genera recorridos que cual prestidigitadores condensan en “figuraciones táctiles” para luego transformarse en comunión festiva que se expande en el espacio.
Lucas transmite a Susana, su mamá, la experiencia de habitar su cuerpo. Señala puntos, lugares precisos que roza suavemente con sus dedos y abre caminos internos que se proyectan en distintas direcciones. Ella se presta a ser guiada por sus manos, las mismas que hace tiempo tomó para cuidar al niño. La danza despliega el toque como memoria viva, como reinvención del vínculo primordial donde partir y retornar se confunden entre sí. Natalia y Luis, su papá, retienen la posibilidad del abrazo para prolongarlo indefinidamente. Conocemos los “dos abrazos”: el tierno de la infancia y el que provoca el deseo en los amantes, “en el que el adulto se sobreimprime al niño”1
Natalia y su papá suspenden en ese espacio intermedio los dos abrazos e inauguran el juego de tocar sin tocar, entre el intento fallido y una unión que no encuentra una forma final que la exprese. Ambos se mimetizan en la búsqueda de una danza retenida, de ritmo irregular, que se tantea un poco a ciegas. La salida que comparten es el humor, ese modo de estar que despeja la tensión y que los sitúa en medio de la nada evocando una suerte de pista de baile donde bailar sea igual a existir.
1 Barthes, R: Fragmento de un discurso amoroso, p 24.
