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Narrativa | Recuerda | De Manuel Diez
Recuerda


De Manuel Diez
@__manudiez

“Please, 

let me keep this memory.

Just this one.”

Eternal sunshine of the spotless mind (Gondry, 2004).

Se mira las manos. Hace algún ademán, ínfimo, solo para comprobar que se mueven, que existen. Las acerca a sus ojos y las aleja, repetidamente. De cerca, de lejos, de cerca y de lejos, repetidamente, son sus manos. Percibe las líneas que se entrecruzan figurando un caos inocuo. Inocuo, y aparente, porque hay en ellas un orden. Sigue las líneas de la mano derecha con el dedo índice de la izquierda. Interrumpe su viaje en el punto en que deja de ver la línea, pero asume que ese final es óptico nada más, porque la línea sigue, sigue hasta un infinito algo más corto que el del pasillo en el que camina, de un lado al otro, casi todas las noches. Clava la uña apenas, lo necesario, lo suficiente. Duelen, existen. Acerca las manos y las aleja. Acerca las manos, y ahora se toca. Siente la piel, los labios, la gota. Está sudando, existe. Al lado del fuego hace calor, y tiene un cuerpo. Se queda ahí, al lado del fuego, hace calor. Las venas del brazo derecho sobresalen un poco. Parecen hincharse y deshincharse una y otra vez. Parecen latir. Cierra los ojos, hace silencio. Quiere escuchar su resonancia, su música. No escucha nada. Recuerda. Recuerda que olvidó. Recuerda que olvidó hace cuánto no se mira al espejo. Recuerda que olvidó la última vez que vio su cara. Recuerda que olvidó su cara. Recuerda que olvidó. Recuerda que olvidó cómo luce un ojo. Recuerda que extraña. Recuerda que hoy iba a salir, y que olvidó.

Sale. Afuera abundan los cristales pero él está entrenado. Hace tiempo se ejercita, sin proponérselo directamente, en el arte de esquivar reflejos. Sabe mirar los cuerpos con minucia, detenerse en un brazo, en un dedo, en un único pelo, una estría incipiente, un minúsculo lunar. Sabe detectar la diferencia mínima de color entre un cachete y el otro, medir el grosor de los labios, registrar la leve inclinación de la nariz, el fragmento que falta en un diente, la distancia justa entre pómulos, la profundidad exacta de un hoyuelo, la asimetría secreta de una sonrisa. Puede pasar un momento por la ceja y hasta es capaz de ojear los bordes de una pestaña, sin ver, nunca, jamás, el ojo. 

Camina. Camina oliendo el invierno en cada rincón. Va a un ritmo distinto al de los demás, y distinto a sí mismo también, siempre distinto; puede dar la impresión de continuidad, puede parecer el mismo a lo largo de un extenso trayecto, y puede parecer así para todo el mundo, pero no para él; él lo percibe, él sabe que nunca es constante, que la velocidad cambia a cada paso, que la intensidad muta en cada pisada, que el movimiento es oscilante, imperfecto, desigual. A veces quisiera no detectarlo, no pesquisar la diferencia en la repetición, creer que algo se repite realmente, tal como es, sin variante alguna; creer, en suma, que la repetición existe y que algo se mantiene incólume. Pero no. Su ritmo es distinto cada vez y entonces cabe preguntarse si efectivamente tiene un ritmo o su caminata es en cambio una mera discontinuidad. ¿Qué patrón, qué secuencia, qué huellas siguen sus huellas?

Con o sin ritmo, exista o no la repetición, él camina. Y eso sí es constante, así como la recta del camino que recorre. Se dirige a la plaza de siempre, donde se sienta y dibuja por horas. Ahí también olvida y, a veces, hasta se siente bien. En su casa dibuja también pero no es lo mismo; allí las ideas y los dibujos reproducen la cárcel de la que nacen, se encierran lo mismo que él, no tanto entre paredes sino entre humo, espuma, fronteras invisibles. Afuera, es otro cantar. Y otro cantar se oye cuando llega finalmente a la plaza José Mármol y se sienta en el mismo banquito de siempre, un poco hacia la izquierda, más cerca del centro que del extremo. Mientras saca las hojas y los lápices, escucha una canción. Es Muchacha ojos de papel; no le gusta, un poco la detesta. Ahí sí hay un elemento que se repite cada vez, un punto fijo invariable que no le permite pensar otra cosa ni escuchar algo distinto: la letra. Esa letra tan perversa, tan cínicamente dulce; ¿por qué robarle los colores en su ausencia, durante la pura entrega del dormir, a la persona que amás?. Sin embargo, ahora la canta una voz particular que retumba menos en la tierra que en el aire. No son las palabras, lo que vibra es el sonido, la melodía. Esa voz lo atrae, lo seduce. No es perfecta, no es elegante, tampoco versátil, no destaca por virtuosa, no presenta un amplísimo registro, no exhibe grandes tecnicismos, no rezuma potencia, ni siquiera se diría que es exactamente bonita, pero es afinada casi siempre, es genuina, es distinta, es especial. No exagera ninguna virtud, no pretende resaltar y, por eso mismo, ensamblada en el resto de los instrumentos, queriendo apenas ser uno más, brilla. Parece romperse en cada nota, desnudarse, abrirse al filo de una aguja para salir indemne del contacto; quebrarse en fragmentos y reunirse cada vez, deseando lo contrario, tan transparente que no alcanza a reflejar, nunca reflejar, ni tampoco a borrarse del todo, nunca del todo. Efectivamente, la canción termina pero esa voz no llega a apagarse, no del todo. Otra canción arranca, otro artista interpreta, otra voz suena, pero él ya no escucha. Ella, la cantante, está ahora sentada a un costado del precario escenario, mirando y escuchando atentamente a su colega. Ella es para él un misterio, especialmente por el hecho insólito de que su cuerpo se corresponda plenamente con su voz. Nota en ella un resto de vergüenza, un pudor algo imaginario, el de quien se desnuda ante alguien que ni siquiera lo miró. Él la mira, sí, pero no alcanza a verla, no del todo. Está demasiado lejos y, por ahora, no pretende acercarse. Atisba, a la distancia, el pelo rosa, el tapado excesivamente largo, las botas negras, el pantalón más negro todavía, la forma, la posición y el movimiento de su cuerpo, e incluso algunos rasgos de su cara, una cara algo más triste que angelical. Con eso le alcanza para dibujarla y hasta lo prefiere de ese modo, con más misterio que información, porque ella es para él un misterio, porque disfruta más inventando que representando y, antes, cuando lo hacía, cuando copiaba, cuando todavía podía mirar a los ojos, siempre disfrutó menos de retratar que de dibujar. Cierra los ojos, y se esfuerza por cerrar sus oídos también. Cuando dibuja, intenta con obstinación apagarse por completo: su pensamiento, sus ideas, sus prejuicios, su experiencia, sus técnicas, su estilo, sus influencias, su historia, su nombre, sus olvidos, sus recuerdos, sus fantasías, sus deseos, sus amores, y sobre todo, con especial énfasis, sus anteriores dibujos. Nunca lo consigue (no del todo), pero lo ensaya igual, una y otra vez. Cierra los ojos, busca apagarse, todo él, menos su mano. Procura liberarla así del yugo del reflejo, del cliché, de la costumbre, del movimiento de todos los días; porque en la hoja se trata de lo contrario, de otro gesto, de otra danza. Busca fijar en el centro de su pensamiento aquella voz, sólo esa voz. La imagina recorriéndolo por completo, moviéndose por cada intersticio de su cuerpo, por cada canal, cada víscera, cada arteria, cada vena, cada tajo, cada gramo de sangre, cada unión y cada separación, atravesándolo, sin terminar de fundirse nunca con él. Ahora abre los ojos observando fijo la hoja, como si estuviese mirándola desde antes de abrirlos. Empieza a dibujar. Su mano se mueve automática, libre, despojada de sus vicios y su rutina, despojada de sí, casi ajena a él. Siempre le pasa lo mismo al dibujar: no sabe qué ni cómo está dibujando, y, cuando lo sabe, siempre resulta haber dibujado otra cosa de la que pensó, y a veces (sino siempre), hasta lo contrario. Acaso sea esa su única virtud reconocible, acaso “sepa dibujar” sencillamente por no saber lo que dibuja. A veces él se siente eso: una paradoja, un capricho del azar. Y sus dibujos parecen confirmárselo, sin llegar por eso a constituirle nada semejante a un ser, o a una identidad. Ahora vuelve a cerrar los ojos, tan sólo para dibujarlos. El último trazo coincide con el desvanecimiento de la voz. El trance terminó. Abre los ojos, está otra vez en el mundo, el invierno conserva su olor en los rincones. Con el tiempo aprendió que su modo de tomar decisiones es igual a una asíntota: cuanto más lo piensa, más se aleja de ella. Decide entonces no dudarlo esta vez. Se acerca a la chica, a la cantante, a la voz, y le extiende el dibujo. Ella reacciona desconcertada y un poco asustada también. Mira el dibujo un rato largo, largo para él, tan largo que le hace pensar en el pasillo de su casa en el que camina, de un lado a otro, casi todas las noches. Finalmente, ella habla: 

-Me diste tus ojos, gracias.- Ríe.

Su voz hablada es distinta, se parece mucho más a una piedra que a un cristal. Casi al mismo tiempo en que ella termina su sentencia, él mira, como por reflejo, los ojos del dibujo. No puede creerlo: se ha visto, se ve. Arranca el dibujo de las manos de la voz y sale corriendo en dirección a su casa, sin saber en ese momento que salió corriendo en dirección a su casa. Sin pensar, sin escuchar, sin oler, sin mirar nada. Ahora logra su utopía, pero no dibuja, corre. Ahora sí, tiene un ritmo. Sólo el eco de esa frase, de esa voz, y la silueta de sus ojos, mirándolo, habitan su cabeza, obturan sus sentidos. Todo, todo él, es esa frase, esa voz, y esa imagen. Llega a su casa. La chimenea está prendida. Hace calor. Ese fuego es la única luz en la habitación. Se mira en el espejo, se mira sus ojos, se ve. Llora. Agarra del segundo cajón de su velador una foto escondida, enterrada. Es ella. La ve. Llora. Atrás dice “Camila”, tiene su letra. Es ella, su mujer; muerta, amada, olvidada, casi por igual. Pone el dibujo al lado de la foto y, al margen de los ojos, y el pelo rosa, y el tapado excesivamente largo, y las botas negras, y el pantalón más negro todavía, y algunos rasgos de un rostro algo más triste que angelical, no distingue a las dos mujeres. Sonríe. Se asusta. Ahora resuena otra frase y, ella sí, y otra vez, se repite; pero no en su cabeza, no en su pensamiento y no en su imaginación, sino en el centro del pecho: esos ojos, son míos. Piensa que esa es su frase, la que le decía siempre, pero automáticamente duda de esa aseveración: es probable que se la haya dicho siempre y es probable también que se la haya dicho una sola vez. Lo cierto es que se la dijo (así lo recuerda), que esa frase lo constituye, que flota en su memoria como un lago mudo y que allí se incrustó, en alguna zona indefinida e inaccesible, ella sí, para siempre. Para siempre, era lo que la frase auguraba y era el modo en que él la completaba; era de su relación el único punto final. Pero el para siempre fue interrumpido por la vida, por un capricho, por el azar, por la muerte. Ahora ella no está en este mundo y quizás por eso él decide –anhela– ausentarse cada tanto, con el dibujo como excusa, acaso para ir a buscarla. Ahora recuerda que olvidó, y llora. Ahora recuerda la última vez que posó su cabeza en sus piernas y olió en ella el invierno, porque el invierno también le pertenecía. Ella lo mimaba pasándole la uña por el brazo, y le hacía presión, apenas, como un juego, para confirmarle que dolía, o que podía doler, y que él amaba ese dolor, tanto como su alivio. Cerraba los ojos y escuchaba su voz, una música que se rompía para no ser asida, para perderse en un sueño y reaparecer, al día siguiente, en el mismo lugar. Hacía calor ahí, en sus piernas; pero un frío temblaba dentro suyo, y se sentía bien. Recuerda la última vez que le dijo que la amaba y ella no le contestó. Lo prefería así. Sus ojos tibios, mirándolo. No hacía falta hablar, ni moverse, ni siquiera respirar. Tan sólo sostener la mirada para que el mundo sea una boca, el tiempo un pasillo, el amor un silencio. Recuerda que la extraña. Mira sus ojos en el espejo y piensa que ese acto equivale a un sacrilegio, porque no le pertenecen, porque son de ella, y ofrecérselos a alguien más es romper lo único que aún hoy los ata en la distancia insondable: la posesión, el pacto, la promesa, sus ojos. Porque olvida, olvida todos los días, y recuerda, recuerda siempre que olvidó. Pero hay algo en su memoria, incrustado, invisible, que hace que sus ojos, sin saberlo, vuelvan a ella y la recuerden, y que, sin saberlo, la miren, la traigan, la dibujen, en cada triza de oscuridad.

Está en la cama. Hace calor. Tiene frío. Rueda una gota. Algo duele. Hay una ventana, el sol existe. Cierra los ojos, hace silencio. Quiere escuchar el latido, su resonancia, su música. No escucha nada. Recuerda que olvidó. Recuerda.

Sobre Manuel Diez

Manuel es psicólogo y docente de la Universidad de Buenos Aires. Actualmente estudia Artes de la Escritura en la Universidad Nacional de las Artes. Borges, Saer, Pizarnik, Orozco, Spinetta y Freud son algunas de sus referencias al momento de escribir. Habla de literatura en el podcast @elsilencieropodcast.



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