
Adaptación y dirección: Pompeyo Audivert. Intérpretes: Pompeyo Audivert. Vestuario: Luciana Gutman. Música original: Claudio Peña. Escenografía: Lucia Rabey. Teatro: Teatro Metropolitan, Ave. Corrientes 1343. Función: Sábados 19 horas, domingos 21 horas. Duración: 90 minutos.
Por Javiera Miranda Riquelme
@javieramirandariq
A tres años de su estreno, Habitación Macbeth sigue siendo la obra más revolucionaria del circuito teatral argentino. Escrita, protagonizada y dirigida por Pompeyo Audivert, la obra invoca al Macbeth de Shakespeare para develar, como hecho real sobre el escenario, el carácter desolador, convulsivo y bélico de su contexto de producción: la pandemia y la crisis política mundial, una combinación que anuncia una extinción de mundo.
Cuando siete personajes del clásico Macbeth toman posesión del cuerpo del actor como instrumento mediúmnico, la atmósfera teatral comienza a enrarecerse con una suerte de extrañamiento shklovskiano (“El arte como artificio”, 1917) desde el que comenzamos a sospechar que no hemos asistido a la representación de una ficción, sino un ritual. Un fenómeno que se yergue como real.
Pompeyo Audivert sondea y comprende a cabalidad la universalidad de la producción de Shakespeare. Universalidad, no tanto porque la traición (Macbeth), la venganza (Hamlet), el amor (Romeo y Julieta) y los celos (Othelo) son común a todos, sino porque de fondo se levantan preguntas y sospechas identitarias que han sido tópicos teatrales desde sus orígenes: de dónde venimos, quiénes somos, adónde vamos, qué estamos haciendo y qué deseamos.

Para los fines de esa zona ritual (el escenario), Audivert utiliza como coartada la trama del Macbeth de Shakespeare, así como Shakespeare utilizó de coartada al Macbeth histórico real, el rey escoces del siglo XI. En principio, Audivert ofrece al espectador la carnada de un escenario de representación espejado o históricamente referenciado, para luego poner en acción su posición política respecto del teatro: dar un piedrazo contra ese espejo que imita cuerpos y circunstancias fieles al contexto histórico (como el teatro de corte realista o naturalista) y retornar a ese estado ritual meta-físico (más allá de lo físico, más allá del cuerpo alienado del actor y del espectador) para componer nuevas figuras corporales, movimientos, velocidades y ritmos en el tiempo y espacio escénico.
La propuesta de Audivert es un teatro del “cómo”, un teatro que subvierta las estructuras formales y rígidas que reproducen las formas de producción históricas del capitalismo y devuelvan al actor su potencialidad compositiva poética. Pero, ¿cuáles son esas potencialidades? Esas fuerzas ocultas de carácter psíquicas que yacen inconscientes y reprimidas en el hombre individual y colectivo que desatan su plena libertad de creación; esa libertad de las que habla el surrealismo o el psicoanálisis, pero que el teatro intuyó hace más de dos mil cuatrocientos años atrás.
Para el autor, son esos procedimientos formales los que, como en el teatro de Shakespeare o el de Beckett, levantan esa sospecha identitaria. La sospecha de que la ficción pertenece a ese campo alienado que llamamos mundo real y que, por tanto, como el ritual de la teatralidad, es posible torcer el curso afiebrado, profano y autómata de ese relato que se presenta como el único posible. La sospecha de que podemos ser otros.
No es una propuesta existencial barata. Es la propuesta de que ese estado extático y real de la teatralidad, esos que dieron origen a las procesiones dionisiacas, los ditirambos pero también a los carnavales rioplatenses, llevan el mismo germen exorcizante y catártico de los estallidos colectivos que engendran nuevas identidades sociales.
La situación del teatro independiente argentino ha generado las condiciones propicias para que cada vez sea más preferible y rentable el formato del unipersonal. Una pretensión más económica que artística. Pero el unipersonal de Audivert es revolucionario porque su forma de producción artística compone siete máscaras teatrales con voces, corporalidades e identidades distintas perfectamente distinguibles. Un solo cuerpo habitado por siete seres que se precipitan a la tragedia es un cuestionamiento determinante hacia la identidad del artista y el espectador.
Ya las primeras melodías de Claudio Peña, el violonchelista que acompaña con música en vivo a Audivert, enciende alarmas de nuestros oídos educados en la neurosis. Cuerdas y campanas en clave hipnóticas crean la atmósfera propicia para que las Brujas Fatídicas sean quienes abran la primera escena y, como en las obras de Beckett, se pregunten amnésicas quiénes son y por qué están ahí.
Las Brujas sostienen sospechas sobre el carácter teatral del páramo de huesos por el que cabalgan Macbeth y Banquo, así como sospechas sobre las ambiciones secretas y enmascaradas que Macbeth tiene respecto de la corona. Las Brujas no confunden a Macbeth, sólo ofrecen en forma de vaticinio la posibilidad de develar su oculta y traidora identidad. En este punto es sumamente notable cómo Audivert precipita a Macbeth hacia la tragedia en la medida que lo sobreidentifica con la corona. Las certezas paranoicas sobre su identidad, sobre su máscara definitiva, son su verdadera tragedia.
Habitación Macbeth es una invitación para experimentar la conmoción ante otra identidad. Un ofrecimiento a “embicharnos” y liberar colectivamente afectos propios. “A veces es mejor enmascarar la propia angustia y dirigirla a los fines de la escena y así sentirnos más aliviados”, le dice Lady Macbeth a su esposo en una clase magistral de actuación y dirección teatral. Como la de los antiguos griegos o la de Shakespeare, el ritual de Audivert ofrece una catarsis a la vieja usanza.