Por Norberta Espina
@norbertaespina
Camila siempre me llamó la atención. Desde que estudiamos juntas en el instituto, hasta después de que se retiró de la carrera, yo seguía mirando sus publicaciones en Facebook de manera ocasional. La encontraba una mujer espectacular: demasiado alta para el promedio, se vestía bien, era como una muñeca Bratz. Además, por las cosas que compartía, tenía buen gusto: le gustaban las películas de terror, el cine clásico y la música oscura. Siempre sentí que era una mujer mujer, y solo teníamos veinte años en esa época.
Estuvo presente el día en que me titulé. Hicimos una fiesta junto a unos compañeros y ahí estaba ella; alguien la había invitado. No me atreví a hablarle en ningún momento de la noche. En esa época me volvía loca bebiendo: terminaba dando más pena que ganas de conversar conmigo. Descubrí que realmente estaba obsesionada con ella, con su manera de hablar y de gesticular, todo lo hacía con gracia.
Nunca más supe de su existencia; creo que cambió de perfil. Pasaron los años y estuve saltando de trabajo en trabajo, hasta que terminé trabajando en un café con piernas. El dinero era mucho mejor que en la productora audiovisual de una reconocida marca de gas. A mí me tocaba editar cápsulas, y el hippie cuico de mi jefe pagaba cuando quería. Motivada por los billetes, no me pareció raro encontrar a muchas colegas en los cafés que cursaban carreras en el área de salud, educación, publicidad… y algunas solo se dedicaban a llevar el pan a la casa, como se dice. Todas las que estábamos ahí teníamos una razón mucho más grande detrás. Y algo en común: nuestro trabajo era un secreto.
No conté a nadie sobre mi doble vida. Podía pagar mis cuentas en un estupendo departamento de dos ambientes en Providencia, alimentar a mi gata, tener sus vacunas al día, comprarme ropa, salir de fiesta, ir al odioso dentista sin que me doliera pagar y llenarle el refrigerador a mi hermano menor, quién estaba sin trabajo estable hace meses.
En las redes sociales me limitaba a subir fotos y videos de mi lado A. Para disimular, ofrecía servicios de fotografía a mujeres: books de fotos. Y no era mentira. Les hacía retratos a mis compañeras de los cafés con piernas, pero por resguardo nunca subía sus registros. En mis redes solo publicaba algunos encargos externos, que servían como fachada. Mis colegas eran mis verdaderas modelos. Levantábamos la página de calientes gracias a mis preciosas composiciones. Lo bueno es que ningún fotógrafo listillo tenía que acosarlas o pedir intercambios sexuales. Las chicas me querían mucho porque conmigo no había trato sucio, solo respeto y fotos preciosas.
Ahí estaba su mensaje. Era Camila. Cuando vi la notificación, no lo podía creer: me hablaba la chica más cool de Santiago. Estaba algo nerviosa por abrir el mensaje y no saber qué contestarle. Había sido su fan, pero le había perdido el rastro hace muchos años, y pese a eso, seguía admirándola en mis recuerdos.
—¡Hola! ¿Cómo estás? No sé si te acuerdas de mí, pero estuve revisando tu perfil y tienes muy lindos retratos. Estoy buscando a alguien que me haga unas fotos para mi página. Llevo un par de meses haciendo lucha grecorromana y necesito darle un aire fresco a mi perfil.
Quedé helada. Camila me estaba pidiendo un favor. ¡A mí! Le hubiera hecho las fotos gratis.
—Hola Camila, claro que me acuerdo de ti, no sabía que estabas haciendo eso —realmente no lo sabía—. Me parece increíble, obvio que podemos hacer las fotos.
Intercambiamos ideas y precios para su book de fotos, todo con un tono algo formal, ella quería darle un toque especial a su personaje luchador.
Llegó el día. Intenté no parecer fan. Me da vergüenza verme botar baba. Disimular es algo que sé hacer. Nos juntamos en Santiago Centro. Camila tenía un maquillaje precioso y vestía para la ocasión. Se veía como una chica asiática. La temática era esa: luces de restoranes chinos, dragones, muros rojos, etc.
Hicimos los registros. Mientras posaba para mí, logré relajarme. Estaba más tensa que ella. Terminamos la jornada tomando un café en las sillas de Plaza de Armas. Ahí se paseaban las putas, los locos, los viejos verdes, los cristianos … Y nosotras, buenas cristianas.
Camila me contó que estaba sin trabajo, que estaba un poco desesperada. Yo la miraba y escuchaba atentamente mientras me abría su corazón. La encontraba muy dulce. Era una chica realmente introvertida y me estaba compartiendo cosas personales. La dejé hablar. Mencionó que debía ayudar a su madre económicamente y que se sentía perdida por haber dejado la carrera. Ahora solo tenía hobbies y daba clases particulares de inglés, pero le pagaban muy poco.
Yo pensaba: terminé la carrera y, aun así, pagan mal. ¿Y si le hablo de lo que hago? ¿Y si le propongo trabajar conmigo? Tenía miedo de decirle. Primero, porque nadie conocía mi lado B. Segundo, porque me parecía una chica tan dulce, que en un ambiente como los cafés con piernas no es muy común ver chicas así. Tienes que ser un poco fiera para ese ambiente: atreverte a hablar con los tipos, estar encuerada, todo el día con tacos… un trabajo que no es para cualquiera. Pero, pensándolo bien, todas al principio sentimos algo de miedo. Eso se trabaja. Así que me atreví.
—Cami, entiendo mucho lo que me dices. Mira, te voy a contar algo. Es hipersecreto porque nadie lo sabe, pero creo que a ti te puede ayudar, comprenderé si no te hace sentido, puedes decirme.
Me miraba atentamente con sus grandes ojos vidriosos.
—Te vas a caer de poto, pero yo trabajo en un café con piernas. Eso me ayuda a vivir de la forma que vivo. Puedo pagarme mi departamento, las cuentas, el médico, ayudar a mi hermano…
Estaba esperando la reacción de Camila. Podría haberlo tomado como una ofensa, por lo que le estaba proponiendo… y me sorprendió. Sonrió, inclinó su cuerpo hacia mí, y sus ojos ahora brillaban de curiosidad, como un gato cuando le ofreces Churu.
—Cuéntame más, por favor. Necesito saber más sobre eso.
La conversación se extendió. Le fui explicando qué había que hacer en un café con piernas: las técnicas, los clientes, cómo eran los jefes. En mi café había una jefa, y muy humana. Nos trataba bien; a veces nos regalaba cremas caras, chocolates o lencería linda. Mi jefa había colgado el colaless —como se dice en la jerga puteril— hace varios años. Ahora se dedicaba a su hija y a los cafés.
Las colegas eran chicas desde los dieciocho años hasta treinta y seis, la más grande. Todas con diversa educación, cuerpos, nacionalidades, etc.
Camila me miró en silencio. Ella es mucho más agraciada que yo. Se dio cuenta de que tendría pasta en el rubro. Si a mí me iba bien, a ella le iría mil veces mejor. Aceptó ir a mi café a presentarse con la jefa.
*
La semana previa a la presentación de Camila ocurrió una situación que me hizo replantearme llevarla al café. Temía que se involucrara demasiado con el ambiente. Una puede decidir no meterse en situaciones complejas, pero muchas de las chicas, en su lado A, se relacionaban con hombres muy violentos. Y eso, de una u otra forma, a la mayoría nos afectaba en el día a día.
*
Le mostré mis tacos favoritos; fueron los primeros que tuve, comprados en una zapatería cerca de barrio Meiggs: ocho centímetros de sufrimiento para el talón. Camila escuchaba atenta los consejos que le daba antes de partir al café. Ese día se presentaría y, por ser su primera vez, le presté un conjunto de lencería y los zapatos; calzábamos lo mismo.
Al llegar estaban Samy, Lore y Cinthya, las chicas del turno de mañana. Les presenté a Camila y todas fueron muy atentas. Antes de entrar, le pedí usar un nombre falso para proteger su anonimato. Estaba preocupada de que nadie la descubriera.
Todas coincidieron en que era muy bella. Mi jefa quedó encantada y dijo que tenerla en el café le subiría el pelo, que la presentaría a los mejores clientes. Aquí sabemos que los clientes son compartidos, pero cada uno tiene sus preferidas. Camila comenzó a trabajar ese mismo día; el rumor de la musa espectacular no tardó en circular. Todos preguntaban por ella. No sentí que ninguna colega se sintiera amenazada.
Me fui de viaje unos días a Valparaíso para despejarme. Estar tantas horas en un local oscuro afecta el ánimo. Necesitaba el mar. Pagué un hotel barato; nunca he sido de grandes lujos. Para mí, el verdadero lujo es darme dos duchas calientes al día y poder gastar en comida y libros. Antes de irme, le dije a mi amiga que podía escribirme en caso de que necesitara algo; ya estaba bien instalada en el café y no había de qué preocuparme.
Al volver, noté que Gabo y Camila estaban más cercanos de lo normal. No sé cómo pasó, pero él le estaba enseñando a manejar, la llevaba a su departamento y salían a comer juntos. Gabo era un señor mayor. Siempre me incomodó su paso por el café: vivía en Viña del Mar, acababa de ser padre y no parecía importarle nada. Le daba plata al local y todas estaban felices, aunque yo siempre le hice el quite. Sentí celos de esa amistad; se conocían solo hace dos semanas y ya eran inseparables. Camila poco a poco dejó de juntarse conmigo.
Una tarde, mientras estábamos de turno, se me acercó y me contó que un cliente le había pedido una cita fuera del local.
—Me va a llevar a un restaurante —dijo—. Le gusta el animé como a mí. Me confesó que nunca había entrado a un café, pero apenas me vio se enamoró e insiste en invitarme a salir y conocerme más.
—¿Y tú vas a aceptar? —pregunté, sabiendo bien cómo terminaban estas historias.
—Creo que él es distinto a los otros. Es joven, guapo, con trabajo estable y tenemos los mismos gustos.
—Amiga, escucha. Ellos sueñan con salir con nosotras porque es un privilegio. No le vas a cobrar nada por esa cita, pero en cuanto empiecen a pololear, vendrá el control. Lo ideal es que nunca estés con un hombre que sepa que has trabajado en esto; luego vienen los abusos, el maltrato, la humillación.
Me miró con desprecio; no le gustó.
Salió con el tipo. Salieron muchas veces. Tanto, que comenzaron una relación.
Camila siguió siendo mi amiga. Yo la admiraba mucho y prometí cuidarla. Nos juntábamos a tomar té, a conversar, íbamos a bailar a la Blondie. Era mi única amiga en el mundo. Nadie sabía en qué trabajaba, tampoco en la vida de ella. Hace mucho que no veía a mi familia.
Poco a poco, empezó a darle prioridad a su relación. Conocí a Cristián. No era de mi gusto. No podía creer cómo mi amiga tan elegante andaba con ese tipo. No me caía mal, pero pensaba que podía tener algo mejor. No le creía nada. Para mí era un putero. Pero la veía feliz, o eso creía.
Llamó desesperada a mi puerta. Entró llorando, destrozada y furiosa. Venía sospechando que Cristián visitaba otros cafés con piernas. Me confesó que estaban teniendo conflictos porque ella seguía trabajando y él no lo soportaba. No aguantaba que su mujer sedujera a otros, que anduviera con lencería mostrando el poto. Los celos de Cristián la enfermaban. Ella estaba ahí por plata.
Camila estaba pasando por muchos cambios: había dejado la lucha grecorromana, discutía con su madre y le iba mal en el café porque sentía culpa. Pero lo supo. Se dateó con otros jefes de cafés vecinos y descubrió que él visitaba a otras chicas.
Cuando me contó todo, no reconocí a la chica que había conocido. No quedaba rastro de aquella tarde de fotos. Me dijo que quería asesinarlo con sus propias manos. Le rogué que no lo hiciera, que no tenía sentido, que mejor terminara con él, que yo la apoyaría, pero que no hiciera nada grave ni atentara contra su vida.
Camila sintió mi juicio.
Me gritó.
Dio la espalda.
Y se fue.
Empezaba a agotarme. Era mi amiga querida y me consumía la culpa de haberla llevado a ese lugar donde siempre es de noche.
Dejó el café, cambió su número de teléfono, borró su perfil de Facebook.
Mi jefa no sabía nada:
-Muchas lo hacen, después vuelven.
Tenía razón, durante todo el tiempo que llevo trabajando he estado al menos con veinte chicas distintas, de vez en cuando todas desaparecíamos. Pero esta vez era distinto.
Nunca terminé de conocerla. A veces imagino que cruzará la puerta con su maquillaje gótico, como si todo esto no hubiera pasado.
Lo último que me dijo fue:
—A sentir no te enseña nadie más que la vida.
A veces me pregunto si la arruiné.
O si solo fue otra historia más que no supe cuidar.
Sobre la escritora
Norberta se llama Javiera y Espina por Espinoza, siempre le ha parecido útil tener varios nombres por si algún día decide cambiarse la vida. Tiene 31 años, es licenciada en artes y desde chiquita escribía sus inquietudes porque no había mucho que hacer.