teatro
Molly Bloom, una partitura insomne | Por Javiera Miranda Riquelme


Por Javiera Miranda Riquelme
@javieramirandariq

Texto: James Joyce. Adaptación: Ana Alvarado, Cristina Banegas, Laura Fryd. Traducción: Cristina Banegas, Laura Fryd.  Dirección: Carmen Baliero. Actúan: Cristina Banegas. Operación de luces: Luciana Suppicich. Diseño De Iluminación: Verónica Alcoba. Fotografía: Nora Lezano. Colaboración en escenografía: Julieta Capece, Juan Teodoro. Asistencia de dirección: Matías Macri. Dirección de arte: Juan José Cambre. Sala: El excéntrico de la 18 (Lerma 420, CABA). Funciones: Sábados 20 horas. Duración: 60 minutos.

Hay textos que, por su radicalidad estética, parecen inmunes a la escena. El monólogo final de Ulysses (1922), de James Joyce, podría ser uno de ellos. El flujo de conciencia de Molly Bloom —la esposa insomne que en la penumbra del dormitorio piensa y recuerda junto a su marido dormido— plantea una experiencia que exige competencias de lectura poco frecuentes: un texto sin puntuación, donde las imágenes sensoriales, las asociaciones libres y las repeticiones construyen un relato fragmentado, como el discurrir de las irrupciones del inconsciente. Pero que el pensamiento sea un fluido libre no quiere decir que carezca de estructura. Al contrario: los grandes monólogos interiores y corrientes de conciencia del siglo XX, por más caótico que parezcan, construyen una forma –es, de hecho, como Faulkner y Woolf, influenciados por Joyce, subvirtieron en sus obras las formas convencionales de la sintaxis.

Es allí, en la comprensión de las estructuras internas del último capítulo del Ulysses, donde radica el hallazgo estético de la obra Molly Bloom, dirigida por Carmen Baliero e interpretada por Cristina Banegas.

Ph: Andrés Manrique – @manriqueandu

Baliero, compositora musical experimental galardonada en teatro, danza y cine, reconoce en el texto de Joyce no sólo una estructura rítmica sino directamente una partitura. Y, a partir de esa intuición, convierte el monólogo de Molly en una composición sonora, donde el «sí» que recorre y cierra el texto funciona como hilo conductor, como un leitmotiv inconsciente que organiza el caos. Banegas, en escena, no actúa el monólogo: lo toca. De pie frente a un atril, como un músico frente a su partitura, lee el texto sin interpretarlo en el sentido convencional. No se desplaza en el espacio. Lee. Pero esa lectura —como la de una concertista— es pura interpretación.

La voz de Banegas es su instrumento. Su voz es ronca o aterciopelada cuando parece analizar escenas que desprecia; es aguda ante las sorpresas; erótica cuando los recuerdos rozan el cuerpo. Susurra cuando se sonroja para sí misma, se acelera cuando ironiza sobre la masculinidad, se ralentiza cuando recuerda paisajes que extraña. Es melódica y dramática, pero también puede llegar a ser monótona, una autómata insomne. Y, sobre todo, es capaz de construir clímax con in crescendos a volúmenes desesperados y decaer súbitamente cuando algo de ese torrente pierde animus. Cada decisión rítmica, cada silencio y repetición, construye sentido. La cadencia se regula a cada unidad de emoción.

La escena es mínima. Pero el espacio reducido no limita el rango interpretativo. Banegas habita la totalidad del texto desde el cuerpo que lee. Su corporalidad no busca representar, sino acompañar el ritmo del pensamiento de Molly, su estado liminal entre la vigilia y el sueño. Como ya sostenía la crítica literaria y psicoanalista Julia Kristeva, el monólogo de Molly Bloom se organiza a partir de una lógica pulsional, donde el lenguaje no se limita al significado, sino que se inscribe en la carne, en el ritmo, en lo paraverbal.

Ph: Andrés Manrique – @manriqueandu

Lo que hace esta obra es, justamente, darle cuerpo a ese ritmo. Hacer visible y audible la estructura que subyace a la corriente de conciencia. Y al hacerlo, permite sortear las competencias lectoras que el texto exige y transforma la dificultad en experiencia sensible. La repetición del «sí» es estructura musical.

Molly Bloom no traduce el texto de Joyce a escena: lo revela. Y en esa revelación, construye una obra de enorme profundidad estética. La obra toma decisiones. Elige qué emoción otorgarle a cada unidad para construir un sentido concreto que, en la lectura individual, es un poco más inestable. Ante la ruptura de la sintaxis, la pieza toma decisiones semiológicas, toman decisiones sobre la creación de las unidades de sentido del texto donde los intersticios son la asociación libre pero cuyo hilo conductor es el deseo. 

Un acontecimiento escénico donde literatura, música y psicoanálisis se entrelazan. Y donde la voz de una actriz se convierte en materia significante, en cuerpo que piensa.

Ph: Andrés Manrique – @manriqueandu


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