
Por Javiera Miranda Riquelme
@javieramirandariq
Guion y Dirección: Mariano Llinás. Actúan: Juliana Lafitte, Mariano Llinás, Pilar Gamboa, Manuel Mendanha, Gabriela Siracusano, María Villar. Montaje: Ignacio Codino. Cámara: Ignacio Codino, Agustín Mendilaharzu. Sonido: Federico Esquerro, Valeria Fernández. Producción: El Pampero Cine, Arthaus Central. Funciones: Jueves, viernes, sábados y domingos de marzo, abril y mayo Sala: Terraza Arthaus (Bartolomé Mitre 434, CABA).
“Es un melodrama”, contesta Mariano Llinás ante la pregunta de qué verán los espectadores en Tríptico de Mondongo en la sala de cine de Arthaus.
Es un melodrama, sí, pero no en el sentido convencional del término. Por mucho que el director insista en que su nueva obra es la historia de una amistad que se desmorona, el tríptico habla de algo más.
La fractura entre el director y el dúo artístico de Juliana Laffitte y Manuel Mendanha se vuelve el centro del tríptico no sólo por la narratividad de la historia, sino porque sobre este quiebre gravita una crisis más fundamental: por una parte, las tensiones inevitables entre el mandato y el deseo en cualquier proceso creativo, que no es otra cosa que el arte enfrentado a sus propias condiciones de producción; y, por otra, el arte reflexionando sobre sí mismo.

La película, hecha por encargo del director de Arthaus, Andrés Buhar, debía ser un filme que documentara la creación del Baptisterio de los Colores de Mondongo –la instalación de cinco metros de diámetro y cuatro de altura que simula una suerte de capilla en la que se exhiben 3.276 bloques de plastilina que reproducen el círculo cromático de Johannes Itten. No es verdad que el encargo no se cumplió. Lo hizo, aunque de manera inesperada. La primera parte del tríptico, El equilibrista (73 minutos), registra parte del proceso de creación del Baptisterio de los colores e incluso se ciñe al formato documental, incluyendo una entrevista a Graciela Siracusano, licenciada en Historia de las Artes, doctora en Filosofía y Letras e investigadora del Conicet.
“La primera película es quizá la que debió haber sido. Quizá la única. Pero, al mismo tiempo, había una zona de ese encargo que no era lo suficientemente personal, y cuando la cosa se volvió personal, se volvió difícil para ellos (Mondongo) y para mí. Podíamos deshacernos de esa dificultad o enfrentarla. Y esto último fue lo que hicimos”, dice Llinás para Replicantes Revista.

En la segunda parte, Retrato de Mondongo (124 minutos), irrumpe lo personal. Acá Llinás arrasa como una tormenta. Propone ficcionar: crear una “Noche falsa” en la que ellos, Mondongo y Llinás, reproduzcan aquellas noches de juventud y amistad en las que se enchufaban en conversaciones sobre arte y dinero con un vaso de vino en la mano. Pero con el artificio de la ficción aparece la hipótesis central de Llinás, acaso una profecía autocumplida: todo retrato es un autorretrato, y no hay manera (según él) de retratar a sus amigos sin retratarse a sí mismo y, en consecuencia (también según él), autodestruirse con el despliegue del autoretrato (o sea, la neurosis propia). Toda la hipótesis baja a tierra cuando su compañero de El Pampero Cine, Agustín Mendilaharzu, harto de Llinás, termina el autorretrato (como en la última pincelada de un cuadro) a los combos, como diríamos en Chile. Tres piñas a Llinás; él, desmoronado, llorando; los Mondongo, bajándose del proyecto; y el corset de la película por encargo da un vuelco creativo.
“Si es una película donde mostrás el fin de una amistad, el corazón de la película es el momento en que sucede la pelea”, dice a Llinás.

¿Es la pelea realmente el corazón del Tríptico? Para el golpeado y enemistado, por supuesto que lo es. Lo es en términos de su curva dramática, del clímax, de la tensión. Lo es para los titulares de los periódicos nacionales, y seguramente también para quienes en el futuro gocen (gocemos) del chusmerío de la escena cultural porteña, como cuando leemos con quiénes terminó a las piñas André Breton en París. Pero Retrato de Mondongo podría pensarse como el corazón del tríptico por otras razones también.
Llinás hace consciente al espectador de los signos con los que dialoga su arte. Pone la cámara sobre el artificio: su obsesión con Fritz Lang; su necesidad de duelo con Itten en una suerte de pelea de artes visuales v/s cine; su propia idea del terror, trayendo escenas de Hitchcock; la justificación del autorretrato en relación a Manet, quién retrató a sus amigos Zolá y Mallarmé; una reflexión del arte del tipo Histoire(s) du cinéma (Godard, 1988); y su impugnación contra un crítico de Letterboxd. Llinás pone el guión sobre la mesa como quien pone sus cartas de póker y, aunque no invita a nadie a tomar decisiones con él, explica al espectador cuáles son sus opciones, no solo ficcionales sino, sobre todo, materiales. Retrato de Mondongo es el momento en el que el arte se descompone para revelarse a sí mismo. No es solo un clímax narrativo. Es el corazón dialéctico del proceso creativo, el momento de mayor autoconciencia, el momento en que la obra lucha contra su propia forma.

Llinás sabe que no es solo un melodrama. “La película es un momento donde un director de cine se permite usar una película para pensar sobre su vida. Y en ese sentido, yo siento que es una película donde uno ve a alguien pensando. Quiero decir que cuando yo empezaba a hacer las escenas, no sabía dónde iban a terminar realmente”, dice. Y ante la válida pregunta de si el giro narrativo (es decir, la ruptura de la amistad) fue una decisión personal o algo premeditado, su respuesta es la de quien obedece al curso de los hechos y se limita a continuar lo que orgánicamente pide la obra como resolución: “No fue una decisión personal, fue lo que pasó. Y la decisión personal fue obedecer a algo que pasó aún a costa de un sacrificio muy grande y de entender que había que ir hacia una dirección que no era la más cómoda”, contesta.

¿Importaría realmente? Quizá no para quienes no nos interesa tanto la bondad o la oscuridad del artista al momento de gozar de su obra.
Finalmente, la resolución del clímax se resuelve con artificio, con el deseo, con el director valiéndose de la excusa del encargo para batirse a duelo con Itten en una suerte de manifiesto propio sobre el color y sus frecuencias, como ocurre en la última entrega del tríptico, Kunst der Farbe (94 minutos).
—¿Cómo te ponderas a ti mismo como cineasta dentro del cine argentino?
—En principio, creo que no puedo decir eso. Stevenson dice en uno de sus ensayos que el artista solo se mide consigo mismo, y yo siento que, en ese sentido, si él tiene razón, si me tengo que medir conmigo mismo, creo que no me fue mal. Bah, me fue muy mal, pero se entiende.
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